Aquiles Córdova Morán
Le llaman, todos, corrupción. Es decir, pudrición, descomposición, drástica separación de la norma que sería, se entiende, antípoda irreconciliable de tales divisiones. Pero no es corrupción, no es abandono voluntario y culposo del “buen camino”, sino la necesaria consecuencia, la férrea e ineludible manifestación de la ley básica que, en lo económico y en lo moral, rige y gobierna a las sociedades “democráticas”, “libres”, y que sí se expresa cuando se intenta reprimirla de modo arbitrario y voluntarista.
La meta suprema en la sociedad capitalista, de “libre mercado”, aprobada y aplaudida por sus fuerzas más representativas, es el lucro individual, el máximo enriquecimiento personal, la máxima acumulación de dinero y bienes materiales, a costa de lo que sea. Quienes logran alcanzar dicha meta pueden sentirse “realizados”, hombres felices. La riqueza acumulada los hace honorables, respetables, invulnerables; les da prestigio, fama y poder ¿qué más pueden desear?
Y todo el mundo sabe que, en una sociedad “democrática”, el camino más “legal”, seguro y rápido para lograr el ansiado enriquecimiento personal, es el “negocio”, el comprar y/o vender lo que sea, con tal de obtener una ganancia lo más abultada posible.
La característica distintiva del capitalismo en este sentido, en comparación con las formaciones socioeconómicas que le precedieron es, precisamente, la universalización del comercio. En el capitalismo, a diferencia de las sociedades antiguas, todo se vuelve mercancía, todo se compra y se vende, todo puede ser objeto de comercio y negocio, incluidos, aunque a muchos repugne e indigne tanta crudeza, la fuerza humana de trabajo, la justicia, la dignidad y el decoro.
Pero el derecho a la acumulación sólo en teoría puede ser universal, para todos; en la práctica sólo puede existir para algunos a condición de negársele a los demás, a la inmensa mayoría de la sociedad. Así, los grandes negocios, aquellas actividades que garantizan verdaderas y gigantescas utilidades, son monopolio de unos cuantos, de los multimillonarios y los políticos poderosos; al resto de la sociedad se le condena a recoger las migajas que caen de la mesa del gran banquete y, a los menos afortunados, que son la mayoría, se les obliga de plano a renunciar a su «derecho de hacerse ricos», atándolos al potro de tortura de un «puesto burocrático» cualquiera con un sueldo fijo.
Pero por todo el cuerpo de la sociedad está diseminado el virus de la ambición, el principio del lucro y del enriquecimiento personal. La clase dominante, con sus grandes lujos y dispendios, pone el ejemplo. Los empleados, los funcionarios menores, los trabajadores en general, viven continuamente acicateados por esta doble realidad que los empuja de modo irresistible, a tratar de imitar a los poderosos. Y no teniendo nada más qué vender, nada más qué negociar, terminan vendiendo las funciones inherentes a su desempeño, terminan vendiendo los escasos favores que pueden conceder desde su modesto (a veces no tanto) cargo.
La «corrupción», pues, la prevaricación con los cargos públicos, vista desde el ángulo de quienes la cometen, no es un delito ni mucho menos una transgresión flagrante a las normas fundamentales y a la moral del sistema, sino una protesta legítima en contra de la injusticia que supone la conculcación de su derecho a la «libre empresa» y una manera expedita de convertir en realidad el carácter universal del derecho al «libre comercio».
Cuando un empleado bancario se queda con la mitad del crédito otorgado a un núcleo ejidal, cuando un chofer roba las alcancías de su unidad, cuando el director de un reclusorio vende el permiso para que ciertos presos puedan introducir en sus celdas artículos de lujo, cuando el gerente de una compañía nacionalizada saquea el patrimonio de la misma, no está haciendo otra cosa que obedecer el mandato básico que el sistema capitalista ha inscrito en su pórtico, con letras de bronce, para todos sus hijos: ¡enriqueceos cuanto podáis y como podáis!
Todo esto demuestra, palmariamente a mi juicio, que la prevaricación, que la falta de probidad y honradez de los funcionarios públicos, no es una corrupción, una descomposición de los mismos, sino un fruto legítimo y consustancial del sistema de «libre empresa», así como de la injusta distribución de la riqueza social y de las oportunidades vitales que conlleva. Demuestra, por tanto, que es vano empeño querer erradicar tales prácticas con medidas administrativas y policíacas.
La prevaricación no desaparecerá jamás mientras exista el sistema capitalista, pero puede atenuarse y disfrazarse, hasta hacerla tolerable. Sólo que para eso, lo que se requiere no es un código penal más riguroso ni una policía más feroz y represiva, sino una mejor distribución de la riqueza nacional, una rápida y drástica atenuación de los contrastes agudos entre opulencia y miseria, una mayor congruencia del sistema con sus propios postulados básicos de justicia social.
La idea de que quienes trafican (es decir, comercian) con sus puestos, con sus funciones y responsabilidades, son la excepción y son la manifestación de la descomposición de ciertas partes del sistema que basta con extirpar, es una idea falsa, es una falsa conciencia de la sociedad que así se defiende por un impulso de sicología social bastante conocido, de sus propios errores y contradicciones.
Pero una falsa conciencia conduce siempre a una falsa solución de la que, en un gran número de veces, las principales víctimas, cuando menos en lo inmediato, son los miembro más débiles y desprotegidos de esa misma sociedad, es decir los trabajadores y sus familias. Por eso es preferible, siempre, el conocimiento de la verdad científica aunque duela. Sólo este conocimiento facilita las soluciones verdaderas al menor costo para las grandes masas.
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